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La tutela administrativa efectiva: el Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid

Junio 2023

Marcos Gómez Puente

Presidente del TEAMM

Catedrático de Derecho Administrativo

Resumen

En el artículo se explica por qué los órganos económico-administrativos y la propia revisión económico-administrativa, a través de los que se materializa la tutela administrativa de los intereses públicos y privados que entran en conflicto por una actuación administrativa tributaria o recaudatoria y se ejerce el derecho de recurso administrativo, encuentran justificación institucional en el fundamental derecho a una buena administración, derecho que se halla implícitamente reconocido en el ordenamiento constitucional español. Se da cuenta de la creación de los órganos económico-administrativos municipales, particularmente del de Madrid. Y también se reflexiona acerca de la participación de dichos órganos en el origen y funcionamiento del sistema de justicia administrativa, aportando ideas al debate sobre la oportunidad de organizar una nueva jurisdicción fiscal.

Palabras clave: derechos fundamentales: buena administración, tutela administrativa efectiva, derecho de recurso. Revisión de tributos locales. Órganos económico-administrativos municipales. Procedimiento económico-administrativo municipal. Madrid. Jurisdicción fiscal.

Abstract

The article explains why the administrative tax courts and the tax review administrative procedure itself, through which the right to administrative appeal is exercised and public and private interests are protected after coming into conflict due to a tax or collection administrative action, find institutional legitimacy in the fundamental right to a good administration. A right that is implicitly recognized in the Spanish constitutional system. It also gives account of the creation of the municipal administrative tax courts, particularly that of Madrid. And it also reflects on the participation of these courts in the origin and operation of the administrative justice aystem, contributing ideas to the debate on the opportunity to organize a new tax jurisdictional order.

Keywords: Fundamental rights: good administration, effective administrative protection, right to appeal. Legal review of local taxes. Municipal administrative tax courts. Municipal tax review administrative procedures. Madrid. Tax jurisdictional order.

A poco de cumplirse un siglo de la creación de los primeros tribunales económico-administrativos (algo más antañona es la revisión económico-administrativa que los precedió, como se contará más adelante) y casi veinte años de la creación del Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid, ve la luz esta nueva revista técnica especializada en tributación local, para la que se me pide hacer una reflexión sobre el valor y la significación jurídica de este cauce de revisión de la legalidad de la actuación administrativa.

La reintroducción de la vía económico-administrativa en el ámbito local (no para todos los municipios) con una organización propia (hasta 1985 eran los tribunales económico-administrativos del Estado los que resolvían las reclamaciones sobre la aplicación de los tributos locales) no está exenta de detractores. Difiere innecesariamente en el tiempo, se critica, el acceso a la tutela judicial, efecto agravado por la duración del procedimiento económico-administrativo; sus estructuras y servicios suponen costes que bien podrían dedicarse a reforzar la planta judicial creando nuevos juzgados de lo contencioso-administrativo o a reducir el gasto público; no reducen significativamente la litigiosidad judicial, ni alivian realmente la carga de trabajo de los órganos jurisdiccionales; apenas desarrollan la función consultiva o carece de trascendencia efectiva la que realizan; carece de la debida objetividad e independencia porque los órganos económico-administrativos están insertos en la misma organización administrativa cuya actuación revisan; y los órganos económico-administrativos son, por ello mismo, prescindibles.

Son críticas que no comparto, como se verá a lo largo de este trabajo. Por imperfecta que sea −y seguramente la actual regulación y funcionamiento de estos órganos puede mejorarse− la existencia de esta vía especializada de impugnación −el procedimiento económico-administrativo− viene a hacer efectivo el derecho a la buena administración, derecho ya considerado fundamental, de cuyo contenido viene aceptándose que forman parte, en ordenamientos como el nuestro en que las decisiones de la Administración están investidas de ejecutividad, el derecho a la tutela administrativa y, por tanto, el derecho al recurso administrativo, trámite gratuito que puede evitar la judicialización de los conflictos, siempre más compleja y costosa. Y, de otro lado, ya desde la perspectiva del derecho a la tutela judicial efectiva, porque la efectividad de esa tutela administrativa previa, la intervención de los órganos económico-administrativos, si actúan bajo los criterios de especialización e independencia técnica legalmente prescritos, tiene forzosamente que venir a facilitar la actuación de los órganos judiciales, a allanar su labor jurisdiccional, delimitando más precisamente el objeto de la contienda y los términos del debate. Sobre todo, si se tiene en cuenta que, en el nivel inferior de la planta judicial, los magistrados que integran el orden contencioso-administrativo no siempre cuentan con la especialización necesaria, pues para ingresar en la carrera se les exige una limitada formación en materia tributaria y recaudatoria, que se ven obligados a ampliar en el curso del propio ejercicio de la función jurisdiccional, con las dificultades y tiempo que esto supone y el riesgo que entraña. De ahí, precisamente, que se haya abogado también por la creación de una nueva jurisdicción fiscal. Asunto sobre el que me detendré en las páginas finales de este artículo

2.1 El derecho a la buena administración

Por la propia consolidación y expansión del Estado social de Derecho −en el que la Administración, como longa manus del Poder Legislativo, está llamada a servir con objetividad los intereses generales y, como el resto de los poderes públicos, a promover las condiciones y remover los obstáculos para la igualdad y la libertad y derechos de los ciudadanos−, la de nuestros días es una sociedad profundamente “administrativizada”;  una sociedad en la que la calidad y las condiciones de vida de los individuos dependen en buena medida de la actuación de una Administración que, omnipresente, regula y supervisa, controla o interviene, con medidas de variado tipo, en prácticamente todas las relaciones y actividades humanas.

Por eso no es de extrañar, a la vista de esa marcada dependencia individual de la actuación administrativa, que haya ido ganando respaldo social y político la idea de que entre el conjunto de derechos que se consideran inherentes a la dignidad de la persona e imprescindibles para el libre desarrollo de la personalidad −los convencionalmente denominados derechos humanos− ha de incluirse también el derecho a una buena administración.

Un derecho que, desde el punto de vista iusfilosófico y político, puede relacionarse con el deber de buen gobierno, idea o concepto, con implicaciones morales y formulaciones diversas, bajo la que tradicionalmente se ha expresado la preocupación y el debate sobre el origen y la funcionalidad del poder político y sus límites. Pero esta noción de buen gobierno, sin despreciar el valor de su significación general, no resulta apropiada o, si se prefiere, resulta insuficiente, para concretar, jurídicamente, el concepto de buena (o mala) administración. Es insuficiente porque se trata de una noción esencialmente moral o política y porque se refiere al Estado en su conjunto, como forma institucionalizada de organización política de una comunidad, sin diferenciar sus poderes internos, ni extraer ninguna consecuencia jurídica en lo que a la Administración pública se refiere. Un propósito para el que sí resulta útil, en cambio, el reconocimiento del derecho a la buena administración, derecho con el que en buena medida reciben traducción jurídica los valores que transcienden a la noción de buen gobierno, pero con específica referencia a la Administración, a su posición instrumental o servicial en el entramado constitucional y al correcto desempeño de las funciones que tiene legalmente atribuidas.

Y para perfilar el contenido de ese derecho cabe razonablemente apoyarse, en una primera aproximación, en la noción de mala administración, con la que podría razonablemente hacerse una primera delimitación, negativa, del derecho, que vendría así a excluir cualquier clase de actuación administrativa que pudiera encontrar acogida bajo dicha noción.

Pues bien, en el uso ordinario del lenguaje mala administración es la que no gestiona los intereses encomendados con la diligencia y eficacia exigibles en términos de una razonabilidad media o según la medida normal resultante de la experiencia. Es mala, o al menos no es óptima, la administración que no obtiene el máximo rendimiento de los recursos disponibles para la obtención de unos objetivos o satisfacción de unos intereses. Esta solución, de planteamientos netamente económicos o técnico-administrativos, más propios de la Ciencia de la Administración que del Derecho Administrativo, aunque simple y poco significativa desde el punto de vista jurídico, puede perfectamente servir de punto de partida para acercarnos a la dimensión jurídico-administrativa del concepto de mala administración y, por tanto, a contrario del contenido del derecho a una buena administración.

Es sabido que por imperativo constitucional la Administración está llamada a servir con objetividad los intereses generales de acuerdo con las previsiones legales. Esto es, la ley encomienda a la Administración la realización de una serie de objetivos, pone a su disposición una serie de recursos jurídicos y materiales para alcanzarlos y señala una serie de reglas por los que debe regirse la actividad administrativa, porque no quiere desentenderse del modo en que se lleva a cabo.

Y ésta es la perspectiva formal desde la que debe evaluarse la eficacia de la actividad administrativa. Porque la buena o mala administración no viene considerada en términos absolutos por la relación objetivos-medios-resultados, sino por otra más compleja del modo objetivos-medios-modos-resultados en la que la normativa legal resulta decisiva. En la lógica del Estado social de Derecho no vale un resultado a cualquier precio. En una buena administración pública, en sentido material u objetivo, la eficacia en la consecución del interés público definido por la ley (o por la Administración, de acuerdo con ella) debe cohonestarse con el respeto de los intereses particulares eventualmente afectados y objeto de protección (a veces insuficientemente y no por falta de voluntad), o sacrificio, en los términos legalmente previstos, pero presente por medio de un sistema de garantías que permite evaluar si la Administración resuelve correctamente el conflicto de intereses.

Precisamente por eso, porque debajo de la actuación de la Administración hay siempre latente un conflicto de intereses que debe resolverse con los parámetros de la legalidad, en toda actuación administrativa se descubre una labor de composición y protección de intereses (o puede echarse en falta, en caso de inactividad), una función tuitiva, por la que resulta posible y apropiado identificar el derecho a una buena administración con el derecho a la tutela administrativa efectiva de los referidos intereses (públicos y privados).

Ciertamente, por el evidente paralelismo que puede trazarse entre la autoridad y el proceso judicial y la autoridad y el procedimiento administrativo, la apelación al derecho a la tutela administrativa efectiva inevitablemente evoca el propio derecho a la tutela judicial efectiva y, por ello, parece referida solo al plano de la actividad formalizada, esto es, de la actuación administrativa enmarcada en el seno de un procedimiento administrativo. Identificación que resulta aún más comprensible, desde la perspectiva del proceso contencioso-administrativo, por la propia naturaleza revisora de este orden jurisdiccional y la necesidad de agotar la vía administrativa para demandar la tutela judicial, supeditada por tanto al previo desarrollo de un procedimiento administrativo (suplido, en caso de inactividad administrativa, por el efecto del silencio administrativo); esto es, a la dispensación de la efectiva tutela administrativa exigida por el legislador. Pero el derecho a la buena administración, conforme a lo expuesto, no se agota en el plano puramente procedimental, sino que tiene un contenido más amplio, que comprende el derecho a la tutela administrativa efectiva, si se opta por restringir el alcance y significado de este derecho al ámbito de la actividad administrativa formalizada.

En todo caso, el propósito de estas páginas no es el de ahondar en el contenido del derecho a la buena administración que, como derecho fundamental de nuevo cuño, aun partiendo de un núcleo o contenido esencial mínimo, puede recibir distinta formulación en cada realidad jurídica nacional. Y que, por otro lado, no refiere un elenco cerrado de conductas administrativas exigibles o reprobables, pues no tiene un contenido determinado y definitivo, sino de carácter principal o referencial, quedando por ello mismo abierto, como los principios generales del Derecho, a la propia realidad o circunstancias del caso concreto en que pueda ser invocado y aceptado.

De hecho, el reconocimiento mismo de este derecho se ha hecho a partir de lo dispuesto en normas constitucionales y legales y de principios generales del Derecho, relativos a la posición institucional de la Administración, su organización y su régimen jurídico, con los que, auxiliados por la labor interpretativa de la Jurisprudencia, se sigue perfilando su contenido. Ninguna duda cabe de que los valores a los que responde el derecho a la buena administración están ínsitos en nuestro ordenamiento, tanto por la misión constitucional que la Administración está llamada a realizar (artículos 9, 31.2, 103.1 y 106.2 de la Constitución, por ejemplo), como por la proyección de los valores y preceptos constitucionales en la legislación administrativa posterior.

Ese previo bagaje institucional y normativo −y, por ello mismo, también cultural− hizo posible que el derecho a la buena administración, que no fue expresamente proclamado ni en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, ni el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966 (salvo por una velada referencia de su artículo 2 al derecho a la tutela administrativa efectiva), quedase finalmente incluido en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (que los Presidentes del Parlamento Europeo, del Consejo y de la Comisión firmaron y proclamaron el 7 de diciembre de 2000, con ocasión del Consejo Europeo de Niza) y que tiene, desde la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, el 1 de diciembre de 2009, «el mismo valor jurídico que los  Tratados» (artículo 6.1, párrafo. 1º, del Tratado de la Unión Europea). Quedó formulado así (artículo 41):

«1. Toda persona tiene derecho a que las instituciones, órganos y organismos de la Unión traten sus asuntos imparcial y equitativamente y dentro de un plazo razonable.

2. Este derecho incluye en particular:

a) El derecho de toda persona a ser oída antes de que se tome en contra suya una medida individual que la afecte desfavorablemente;

b) el derecho de toda persona a acceder al expediente que le concierna, dentro del respeto de los intereses legítimos de la confidencialidad y del secreto profesional y comercial;

c) la obligación que incumbe a la administración de motivar sus decisiones.

3. Toda persona tiene derecho a la reparación por la Unión de los daños causados por sus instituciones o sus agentes en el ejercicio de sus funciones, de conformidad con los principios generales comunes a los Derechos de los Estados miembros.

4. Toda persona podrá dirigirse a las instituciones de la Unión en una de las lenguas de los Tratados y deberá recibir una contestación en esa misma lengua».

Una formulación abierta, como ha recordado el propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea (sentencia de 29 de abril de 2015, T-217/11, Claire Staelen c. el Defensor del Pueblo de la Unión Europea [EU:T:2015:238]), porque la expresión «en particular» que se emplea indica que el derecho a una buena administración no se limita o agota en las tres garantías citadas.

Y luego fueron varios los Estatutos de Autonomía que, con ocasión de reforma, incorporaron expresamente el derecho a una buena administración entre sus disposiciones (Castilla y León −artículo 12−, Andalucía −artículo 31−, Cataluña −artículo 30−, Islas Baleares −artículo 14−, Comunidad Valenciana −artículo 9−), reflejado asimismo en la legislación administrativa posterior (en el elenco de principios que enuncia el artículo 3 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público; o en los derechos de las personas en sus relaciones con las Administraciones, que enuncia el artículo 13  de la 39/2915, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común, y demás preceptos que concretan las garantías que ofrece el procedimiento administrativo, sin necesidad de añadir otros ejemplos de la legislación especial).

La regulación comunitaria, por otra parte, ha dejado también sentir su impronta al otro lado del mar, por la influencia española probablemente, en la Carta Iberoamericana de los Derechos y Deberes del Ciudadano en relación con la Administración Pública, aprobada el 10 de octubre de 2013 por el Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (un organismo público internacional, de carácter intergubernamental, que se constituyó en el año 1972 bajo la iniciativa de los gobiernos de México, Perú y Venezuela con el respaldo de Asamblea General de las Naciones Unidas −Resolución 2845 – XXVI−  con la idea de establecer una entidad regional que impulsara la modernización de las Administraciones públicas nacionales, en el entendimiento de su estratégico papel para el desarrollo económico y social de los países), en cumplimiento del mandato recibido por la XV Conferencia Iberoamericana de Ministras y Ministros de Administración Pública y Reforma del Estado celebrada en Ciudad de Panamá los días 27 y 28 de junio de 2013. Esta Carta detalla en su Capítulo III el contenido del derecho fundamental a la buena administración pública y a sus derechos derivados −los puntos 25 a 46, con especial detenimiento en la dimensión jurídico-formal o procedimental a la que se aludió antes, esto es, a la perspectiva de la tutela administrativa efectiva−, pero toda ella gira, en realidad, en torno a la idea de buena administración como «obligación inherente a los Poderes Públicos en cuya virtud el quehacer público debe promover los derechos fundamentales de las personas fomentando la dignidad humana de forma que las actuaciones administrativas armonicen criterios de objetividad, imparcialidad, justicia y equidad, y sean prestadas en plazo razonable». 

2.2 El derecho a la tutela administrativa efectiva

Como se ha dicho antes, el derecho a la buena administración trasciende el plano del procedimiento administrativo propiamente dicho, como lo evidencia el dato de que se considere inherente al mismo el derecho a la reparación de los daños ocasionados como consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos; a la universalidad y accesibilidad de los servicios públicos; al uso de distintas lenguas en el disfrute de los servicios públicos; a la transparencia de la actividad de las Administraciones públicas; a la intervención profesional, objetiva e imparcial de los empleados públicos, asequibilidad y calidad de los servicios públicos; a ser asistidos y tratados con amabilidad y cortesía en el despacho de los asuntos; a depositar legítimamente la confianza en la actuación administrativa; a la observancia de los principios de buena fe y seguridad jurídica; etc.

Pero hay un conjunto de derechos inherentes al de buena administración que están íntimamente ligados al desarrollo del procedimiento administrativo y al cumplimiento de los fines que éste está llamado a cumplir, que no es otro que el de servir como cauce de interlocución y participación para tratar de asegurar la legalidad y el acierto de las decisiones administrativas, de las declaraciones y actos con los que se componen y tutelan los intereses públicos y privados en conflicto, como se indicó anteriormente. Y es tal la confianza que el legislador pone en la función que el procedimiento está llamado a realizar, que presume la validez y reconoce la eficacia de las resoluciones recaídas en los procedimientos invistiéndoles del privilegio de la ejecutividad.

Son estos derechos, relacionados con el desarrollo del procedimiento administrativo, los que comúnmente se identifican como integrantes del derecho a la tutela administrativa efectiva que, como se ha dicho, no es más que una dimensión o proyección específica del derecho a la buena administración. El derecho a que el procedimiento se desarrolle conforme a sus propias normas, a que las actuaciones y trámites cumplan los fines legalmente pretendidos y se sustancien ante los órganos competentes en plazo razonable y a que se garanticen los derechos de representación, defensa y contradicción de los interesados.

No es este lugar para dar cuenta de toda la Jurisprudencia sentada en la última década acerca del contenido y alcance o efectos del derecho a la tutela administrativa efectiva, al que sin ninguna dificultad pueden vincularse el deber de la Administración de dictar resolución si no en plazo, si al menos en un plazo razonable y no desproporcionado (SSTS de 4 de noviembre de 2021 [ES:TS:2021:4117] y 14 de febrero de 2023 [ES:TS:2023:417]); de motivar los actos administrativos (SSTS de 14 de mayo de 2013 [ES:TS:2013:2340] y 15 de diciembre de 2014 [ES:TS:2014:5768]); o de desplegar la diligencia razonablemente exigible en la práctica de las notificaciones presenciales antes de utilizar la notificación edictal (STS de 29 de septiembre de 2011 [ES:TS:2012:5623], aunque apela a la buena fe y no a la buena administración propiamente dicha) y de mantener el modo de notificación elegido sin cambiarlo sorpresivamente y sin causa justificada (STS de 21 de diciembre de 2022 [ES:TS:2022:4952]); o de llamar al procedimiento a los sujetos interesados en el mismo, sean particulares u otras Administraciones (SSTS de 22 de septiembre y 29 de octubre de 2020 [ES:TS:2020:3060 y ES:TS:2020:3734]); o de realizar de oficio determinadas comprobaciones para regularizar la situación tributaria de un sujeto pasivo (STS de 17 de abril de 2017 [ES:TS:2017:1503]; o de proceder a la regularización de las autoliquidaciones en su integridad, tanto en lo que perjudique como en lo que beneficie al sujeto pasivo (SSTS de 15 de octubre de 2020 [ES:TS:2020:3264], 17 de diciembre de 2020 [ES:TS:2020:4336 y ES:TS:2020:4334] y 25 de febrero de 2021 [ES:TS:2021:0910]); o de coordinarse con las demás Administraciones intervinientes (STS de 20 de diciembre de 2022 [ES:TS:2022:4924]); o de exigir el pago por la vía de apremio de una liquidación sin haber antes resuelto el recurso de reposición interpuesto contra ella (STS de 28 de mayo de 2020 [ES:TS:2020:1421]); o de soportar las consecuencias formales de sus propios incumplimientos o inactividad, sin que pueda oponer la falta de agotamiento de la vía administrativa, en la instancia económico-administrativa, cuando se ha interpuesto ya recurso contencioso-administrativo contra la desestimación silente de una solicitud (STS de 7 de marzo de 2023 [ES:TS:2023:799]; o de ejecutar en un plazo razonable las resoluciones de los órganos económico-administrativos, impidiendo que utilice la tardanza en su propio provecho al computar plazos (entre otras muchas, STS de 5 de mayo de 2017 [ES:TS:2017:0449], 19 de noviembre de 2020 [ES:TS:2020], 21 de junio de 2021 [ES:TS:20212566] o 27 de septiembre de 2022 [ES:TS:2022:3416]) o al exigir intereses de demora (SSTS de 3 de noviembre de 2009 [ES:TS:2009:8603] y 28 de junio de 2010 [ES:TS:2010:4969]); o de abstenerse de aplicar el criterio de reincidencia al sancionar una infracción tributaria en tanto no pueda considerarse desestimada por silencio administrativo la reclamación interpuesta contra una sanción tributaria anterior (STS de 4 de octubre de 2022 [ES:TS:2022:3558]), por poner solo algunos ejemplos de esta paulatina construcción o delimitación  del alcance del derecho que nos ocupa y de la obligación de proporcionar una tutela administrativa efectiva.

En suma, sintetizando la doctrina del Tribunal Supremo, reiterada en muchos de los referidos pronunciamientos

«Del derecho a una buena Administración pública derivan una serie de derechos de los ciudadanos con plasmación efectiva, no es una mera fórmula vacía de contenido, sino que se impone a las Administraciones públicas de suerte que a dichos derechos sigue un correlativo elenco de deberes a estas exigibles, entre los que se encuentran, desde luego, el derecho a la tutela administrativa efectiva».

2.3 La tutela administrativa efectiva y los órganos económico-administrativos

Sometida la legalidad de la actuación al control de los Tribunales (artículo 106.1 CE) y reconocido el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (artículo 24.1 CE), puede considerarse también incluido en el derecho a la buena administración, para sortear los inconvenientes y costes implícitos del proceso judicial y la propia sobrecarga de los órganos jurisdiccionales, el derecho al recurso administrativo previo.

Un derecho de recurso, por el que debe proporcionarse también una tutela administrativa efectiva, que cuenta con larga práctica en nuestra tradición jurídica, incluso antes de que se proclamara formalmente el derecho a la buena administración, porque el fundamento mismo de los recursos administrativos está en el principio de separación de poderes (juzgar a la Administración es también administrar y, por tanto, la Administración se  enjuicia a sí misma a través de la vía de recurso), como el del propio recurso contencioso-administrativo. Y con la progresiva separación y judicialización de este último cauce de recurso, subsisten los demás (el recurso de alzada, la reclamación económico-administrativa, el recurso de reposición), inicialmente sólo por el carácter revisor de la jurisdicción contencioso-administrativa y la necesidad de agotar la vía administrativa (privilegio administrativo aquí conectado a la ejecutividad y autotutela administrativa, pero previsto también en el orden civil y social, cuando para demandar a la Administración era también necesario, antes, interponer las ya desaparecidas reclamaciones previas a la vía civil o laboral); y, más tarde (cuando el recurso de reposición es meramente potestativo) ya solo como remedo del acto de conciliación previa a la vía judicial civil (o a la vía económico-administrativa municipal).

Por ello mismo, el derecho al recurso administrativo, a la reconsideración o revisión de la legalidad (y de la oportunidad) de la actuación administrativa por la propia Administración, es una constante de la legislación administrativa y se halla ínsito en el derecho a la buena administración. Pero la efectividad de dicho derecho, que cumpla realmente con la finalidad legal a la que obedece, la tutela en Derecho de los intereses públicos y privados involucrados en la actuación administrativa, depende lógicamente de la capacidad material, competencia técnica, objetividad e imparcialidad del órgano llamado a resolver el recurso. Y de ahí también la necesidad y la importancia de contar con unos órganos económico-administrativos suficientemente dotados, altamente especializados y funcionalmente independientes de los órganos gestores o recaudadores.

Dicho lo anterior no es difícil concluir que la falta de creación de los órganos económico-administrativos municipales, cuando su existencia constituye una obligación legal −caso prototípico de inactividad reglamentaria u organizativa− puede constituir otro ejemplo de quebrantamiento del derecho a la tutela administrativa efectiva y, por extensión, del derecho a la buena administración. Pues no puede haber tal tutela cuando el legislador desea que sea un órgano diferente, de carácter revisor y especializado, no el propio órgano gestor o recaudador, quien, volviendo en sede administrativa sobre la actuación tributaria o recaudatoria se pronuncie sobre su legalidad y ponga fin a la vía administrativa, si dicho órgano no existe. Asunto sobre el que el Tribunal Supremo deberá pronunciarse en casación, como enseguida se contará.

3.1 La extensión de la revisión económico-administrativa al ámbito municipal: municipios de gran población

La introducción de la revisión económico-administrativa en el ámbito de la tributación y recaudación municipal fue ordenada, solo para algunos municipios, por la Ley 57/2003, de 16 de diciembre, de medidas para la modernización del gobierno local (en adelante, LMMGL), que modificó parcialmente la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local (en adelante, LRBRL).

Uno de los objetivos de la referida ley era el de romper la uniformidad del régimen local preexistente, pues la estructura político-administrativa y organizativa prevista en la LRBRL para todos los municipios (de la que podían solo parcialmente apartarse los municipios de Barcelona y Madrid, ya previamente dotados de sus respectivos regímenes especiales [en el caso de Madrid, Decreto 1674/1963, de 11 de julio] contemplado en la legislación de régimen local preconstitucional, o los gobernados por Concejo Abierto, régimen específicamente regulado en la propia LRBRL) se consideraba inadecuada para atender las necesidades específicas y más complejas de los municipios de mayor población, presumiblemente también dotados de mayor capacidad organizativa y solvencia técnica y económica para gestionar con autonomía sus intereses. Y con ese propósito, tras el análisis y deliberación en la Comisión de Entidades Locales del Senado de un prolijo Informe sobre las Grandes Ciudades (2001), se decidió dotar a los municipios de gran población (expresión con el alcance que luego se especificará) de un nuevo régimen orgánico y funcional en el que se incluiría, según explica la Exposición de Motivos de la LMMGL

«un órgano especializado para el conocimiento y resolución de las reclamaciones sobre actos tributarios de competencia local, cuya composición y funcionamiento pretenden garantizar la competencia técnica, la celeridad y la independencia tan patentemente requeridas por los ciudadanos en este ámbito. Este órgano puede constituir un importante instrumento para abaratar y agilizar la defensa de los derechos de los ciudadanos en un ámbito tan sensible y relevante como el tributario, así como para reducir la conflictividad en vía contencioso-administrativa, con el consiguiente alivio de la carga de trabajo a que se ven sometidos los órganos de esta jurisdicción».

Esos municipios son los indicados, ahora, en el artículo 121 LRBRL: a saber, (i) aquellos  cuya población supere los 250.000 habitantes; (ii) aquellos que sean capitales de provincia y cuya población supere los 175.000 habitantes; (iii) aquellos que sean capitales de provincia, capitales autonómicas o sedes de las instituciones autonómicas, cualquiera que sea su población; y (iv) los que superen los 75.000 habitantes, siempre que presenten circunstancias económicas, sociales, históricas o culturales especiales. Pero en estos dos últimos casos la sujeción a este régimen de organización especial debe ser aprobada por el parlamento autonómico correspondiente a iniciativa de los propios Ayuntamientos.

Pues bien, según lo dispuesto en el artículo 137 de la así modificada LRBRL, en el entramado organizativo de los referidos municipios debía necesariamente existir el referido órgano especializado para (i) conocer y resolver las reclamaciones sobre actos de gestión, liquidación, recaudación e inspección de tributos e ingresos de derecho público, que sean de competencia municipal; (ii) dictaminar los proyectos de ordenanzas fiscales; y (iii) elaborar estudios y propuestas en esta materia caso de ser requerido por los órganos municipales competentes. Un órgano cuyas resoluciones pondrían fin a la vía administrativa y contra las que, por ello mismo, sólo cabría interponer recurso contencioso-administrativo (aunque antes de la interposición de la reclamación podría interponerse también, potestativamente, el recurso de reposición regulado en el artículo 14 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas Locales −recurso preceptivo en todos los demás casos−). Y que debería estar constituido por un número impar de miembros, con un mínimo de tres, designados por el Pleno, de entre personas de reconocida competencia técnica, con el voto favorable de la mayoría absoluta de sus miembros y con una relativa inamovilidad (porque se enuncian causas determinadas de cese). Requisitos que conectan con los criterios de independencia técnica y celeridad que deben guiar su funcionamiento, junto con el de gratuidad (que realmente no depende, como los otros, del número o composición de miembros del órgano colegiado, sino de la dotación de medios materiales y humanos de que disponga).

Así, los Ayuntamientos debían aprobar el correspondiente reglamento determinando la composición, las competencias, la organización y el funcionamiento, así como el procedimiento de las reclamaciones, de acuerdo en todo caso con lo establecido en la Ley General Tributaria y en la normativa estatal reguladora de las reclamaciones económico-administrativas, sin perjuicio de las adaptaciones necesarias en consideración al ámbito de actuación y funcionamiento del órgano.

3.2 Municipios de gran población sin órgano económico-administrativo

Aunque la LMMGL entró en vigor el 1 de enero de 2004 y su Disposición transitoria primera concedió a los municipios de gran población un plazo de seis meses, desde su entrada en vigor, para aprobar las normas orgánicas necesarias para adaptar su organización a las nuevas previsiones de la LRBRL, no todos los municipios afectados procedieron inmediatamente a regular y poner en funcionamiento los órganos económico-administrativos previstos en su artículo 137. Algunos lo hicieron tempranamente −como fue el caso de Madrid, que comenzó a funcionar en el último trimestre de 2004− y otros tardaron más (aprobando el correspondiente reglamento orgánico, pero sin llegar a constituir el órgano), incrementándose el número de órganos paulatinamente. Órganos, con denominaciones diversas, entre los que fue tejiéndose una red mutua de colaboración que tiene periódico exponente en los encuentros nacionales de órganos económico-administrativos locales que se celebra anualmente. Pero al finalizar 2021 eran todavía casi treinta los municipios considerados de gran población que no había creado el suyo. Situación que vendría a ser parcialmente corregida a raíz de algunos pronunciamientos jurisdiccionales que, reprobando su inactividad, alertaron a algunos Municipios y les condujeron a poner tardíamente en funcionamiento nuevos órganos económico-administrativos, ante la eventualidad de que pudieran declararse nulas sus actuaciones recaudatorias.

En efecto, en el contexto de la controvertida y litigiosa aplicación del Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana, cuya regulación fue declarada inconstitucional, el Juzgado de lo Contencioso-Administración núm. 2 de Alicante, en sentencia de 11 de abril de 2018 (procedimiento abreviado 529/2017), entendió que el derecho a la tutela judicial efectiva del recurrente quedaba comprometido o afectado por no haberse agotado la vía administrativa en la forma legalmente prevista y exigida para los municipios de gran población, esto es, mediante la interposición y resolución de una reclamación económico-administrativa ante el órgano técnico especializado e independiente previsto en el artículo 137 de la LRBRL. Y, siendo este el cauce legalmente establecido para agotar la vía administrativa en dichos municipios, declaró contraria a Derecho y anuló la resolución que, en vía de reposición, confirmó las liquidaciones del referido tributo, porque el Ayuntamiento no había constituido ni puesto en funcionamiento el referido órgano (cuyo reglamento orgánico, no obstante, había sido aprobado el 28 de julio de 2005).

Un pronunciamiento en el que se siente latente, aunque no se mencione expresamente, el derecho a la buena administración. De un lado, por lo que respecta a la falta de una tutela administrativa efectiva, basada en la obligada intervención de un órgano que, pudiendo depurar las disfunciones o defectos de los actos administrativos sometidos a su revisión, podría evitar el propio litigio en sede jurisdiccional y abaratar y agilizar el ejercicio del derecho de defensa del interesado. Extremo por el que dicha tutela administrativa se conecta con el derecho a la tutela efectiva del artículo 24 de la Constitución, pues, en sede contencioso-administrativa el agotamiento de la vía administrativa es un presupuesto de procedibilidad, por el propio carácter revisor de esa jurisdicción. Y, de otro lado, porque la pasividad o dejación del Ayuntamiento en la constitución del órgano, casi 13 años después de que venciera el plazo legalmente señalado para hacerlo, dilación carente de cualquier justificación y razonabilidad, perjudicaba a los ciudadanos y beneficiaba a una Administración incumplidora, contraviniendo, pues, su propia misión institucional.

El Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Alicante quedó finalmente constituido a finales de 2018, algunos meses después de la referida sentencia.

De forma similar, el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo núm. 2 de Santander, en sentencia de 23 de diciembre de 2020 (procedimiento abreviado 243/2020), declaró contraria a Derecho y anuló una resolución del Recaudador General del Ayuntamiento de Santander que declaró inadmisible la reclamación económico-administrativa interpuesta contra otra resolución del mismo órgano que confirmó una diligencia de embargo en vía de reposición. Se explica en dicha sentencia, ante la imposibilidad de seguir el cauce de impugnación previsto en el artículo 137.3 de la LRBRL, por tener creado el referido órgano económico-administrativo que

«lo cierto es que, aunque la Administración haya alegado ausencia de indefensión y con independencia del criterio que pudiera tener ya formado sobre el fondo del asunto, lo cierto es que es una previsión legal de obligado cumplimiento y omitir el derecho al recurso al recurrente en vía administrativa es determinante de la nulidad solicitada, debiendo la Administración haber facilitado el mismo».

Recurrida en casación por el Ayuntamiento, el Tribunal Supremo ha admitido a trámite el recurso por auto de 12 de enero de 2022 (ES:TS:2022:38A), con el fin de «Aclarar si, la falta de creación en los municipios de gran población del órgano especializado para resolver las reclamaciones económico- administrativas previsto en el artículo 137 LBRL, determina la nulidad de los actos de gestión, liquidación, recaudación e inspección de los tributos e ingresos de derecho público, que sean de competencia municipal, al privar el Ayuntamiento al contribuyente del derecho a la resolución de su reclamación económico-administrativas por un órgano especializado antes de acudir a la vía judicial hallándose pendiente de resolución».

Y visto cuál es el alcance de la cuestión de interés casacional parece innecesario destacar la relevancia y significación económica general que puede tener la resolución de este recurso para todos los municipios carentes de órgano económico-administrativo que estén obligados a tenerlo.

3.3 El Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid

El municipio de Madrid, que contaba con una población superior a los 3 millones de habitantes en la fecha en que entró en vigor la LMMGL, quedó convertido ex lege en municipio de gran población el día 1 de enero de 2004 y obligado, por tanto, a adecuar su organización a lo dispuesto en ella y a regular y constituir su órgano económico-administrativo.

Con ese fin se encargó al profesor Zornoza Pérez, Catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Carlos III de Madrid, un informe relativo a la composición, competencias, organización, funcionamiento y procedimiento a emplear por el órgano para la resolución de las reclamaciones económico-administrativas del Ayuntamiento de Madrid (emitido el 7 de mayo de 2004) y se elaboró y elevó al Pleno el correspondiente proyecto de reglamento orgánico que recibió aprobación inicial el 31 de mayo de 2004, siendo posteriormente sometido a información pública (Boletín Oficial de la Comunidad de Madrid −BOCM− número 132, de 4 de junio de 2004), mientras se llevaban a cabo, en paralelo, las actuaciones necesarias para dotarlo de personal y medios. Y analizadas las alegaciones presentadas, el reglamento orgánico recibió aprobación definitiva el 23 de julio de 2004 (BOCM número 194, de 16 de agosto de 2004), quedando así creado el Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid. Ese mismo mes se interpuso la primera reclamación económico-administrativa, a la que siguieron otras 194 hasta finalizar el año 2004 (de las que se resolvieron ya 14 en ese mismo ejercicio, pues en octubre el Tribunal quedó formalmente constituido y comenzó su labor revisora una vez nombrados sus tres miembros por acuerdo del Pleno de 28 de septiembre de 2004).

Algunos meses después, dando cumplimiento también a lo dispuesto en la LRBRL (y a lo previsto en el artículo 160 del Texto Refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, aprobado por Real Decreto Legislativo Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, que anunció un régimen financiero especial para el municipio de Madrid, supletorio de lo dispuesto en ella), cuya Disposición adicional sexta preveía la sustitución del régimen especial aprobado en 1963 por otro actualizado, se inició el procedimiento para la elaboración del proyecto de Ley de Capitalidad y Régimen Especial de Madrid, que fue aprobado por el Consejo de Ministros el 23 de diciembre de 2005. Y que, tras su tramitación parlamentaria, dio lugar a la Ley 22/2006, de 4 de julio, de Capitalidad y de Régimen Especial de Madrid (en adelante, LCREM), quedando de este modo consagrada legalmente, dentro de la organización municipal, tanto la existencia y funciones esenciales del Tribunal (previstas en LRBRL) como su propia denominación en su artículo 25.

Ciertamente, el artículo 25 de la LCREM no es fiel reproducción de lo dispuesto en el artículo 137 de la LRBRL. Aunque respeta su estructura, incorpora algunas novedades que se explican, de un lado, por la recepción de normas sobre la revisión económico-administrativa contenidas en la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria (en adelante, LGT), que fue aprobada con posterioridad a la reforma operada en la LRBRL por la LMMGL. Y, así, el artículo 25 de la LCREM, siguiendo el dictado de la nueva LGT, precisa qué actos son impugnables en la vía económico-administrativa local −aclarando, por lo que respecta a los ingresos de derecho público no tributarios, que la competencia revisora se circunscribe a las actuaciones de recaudación, en concordancia con lo dispuesto en la Disposición adicional undécima de la LGT−. De otro lado, ya en el plano puramente orgánico, para descartar el carácter aparentemente preceptivo de la emisión de dictamen sobre los proyectos de ordenanzas fiscales. Y, por último, para referirse al órgano económico-administrativo con arreglo a la denominación que se le dio −Tribunal− en el momento de su creación (anterior, como se ha dicho, a la elaboración de la propia LCREM).

Pero, por lo demás, el régimen de impugnación de los actos de contenido tributario o de recaudación de ingresos de derecho público no tributario en el municipio de Madrid no es, en rigor, distinto al propio de los demás municipios de gran población.

En fin, por la aprobación de la LCREM y, previamente, del Real Decreto 520/2005, de 13 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento general de desarrollo de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, en materia de revisión en vía administrativa, se hizo luego necesario modificar el reglamento orgánico original, optándose por dictar un reglamento nuevo que fue aprobado por el Pleno el 20 de diciembre de 2007 (y publicado en el Boletín Oficial del Ayuntamiento de Madrid, número 5.788, y en el BOCAM, número 308, ambos de 27 de diciembre de 2007).

Este es el reglamento que sigue vigente (a la espera de su modificación para adecuarlo a las más recientes actualizaciones de la legislación tributaria) y bajo el que el Tribunal viene funcionando con un acervo acumulado, a 31 de diciembre de 2022, tras 18 años de vida, de más de 260.000 resoluciones, número que permite hacerse una idea de la dimensión que tiene la revisión económico-administrativa en el municipio de Madrid. Una  media aproximada de 13.600 reclamaciones anuales por la que podría obtenerse la imagen, falsa, de que es muy elevada la litigiosidad que suscitan las actuaciones tributarias y recaudatorias del Ayuntamiento de Madrid, pero no lo es, pues se impugnan en vía económico-administrativa, de media el 0,050 por 100 de los actos dictados por la Agencia Tributaria Madrid, como puede comprobarse a través de las memorias que anualmente publica el Tribunal, a las que cabe hacer remisión para una análisis más detallado de su organización y actividad.

4.1 El origen de lo económico-administrativo

Como la sujeción o control del Poder es un componente esencial del Estado de Derecho, este es literalmente nada si no cuenta con un auténtico sistema de justicia administrativa. Pero en los albores del constitucionalismo, por el peso del dogma de la separación de poderes y por el temor de que los tribunales ordinarios pudieran restar eficacia o paralizar la actuación del Poder Ejecutivo, prevaleció la idea de que juzgar a la Administración era también administrar. Y por este motivo el control de la Administración se residenció dentro de la propia organización administrativa, inicialmente al margen del Poder Judicial. En Francia fue el Consejo de Estado quien asumió esa función jurisdiccional y en nuestro país, siguiendo ese modelo, lo hicieron a partir de 1845 los Consejos Provinciales y el Consejo Real (luego también denominado Consejo de Estado). Órganos que debían actuar «como tribunales en los asuntos administrativos» (según rezaba el artículo 8 de la Ley de 2 de abril de 1845), aceptándose convencionalmente que en ellos tuvo su origen la jurisdicción contencioso-administrativa. Aunque en las décadas sucesivas fue objeto de continuada discusión política, con los consecuentes vaivenes normativos, la ubicación −en la organización administrativa o en la judicial− y el alcance −decisorio o meramente consultivo− de ese control contencioso-administrativo. Control encomendado, por momentos, a los tribunales ordinarios y al Tribunal Supremo o al Consejo de Estado o a tribunales u órganos mixtos (en el ámbito provincial), formados por jueces, cargos representativos y funcionarios estatales sin ninguna verdadera especialización. Una cambiante e incierta situación que se mantuvo hasta la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 1956, con la que puede afirmarse que el control contencioso-administrativo quedo definitivamente judicializado, conformando un orden jurisdiccional propio y especializado dentro del Poder Judicial.

Pues bien, casi en paralelo a la conformación del contencioso-administrativo desde el Ministerio de Hacienda se intentó conformar un fuero o jurisdicción propios para los asuntos de su ramo, idea luego abandonada, manteniéndose la vía gubernativa preexistente (de alzada ante el Ministro), que fue reordenada, tanto en el plano procedimental como orgánico, mediante Real Decreto de 18 de febrero de 1871. Y apenas una década después se promovió la regulación de un procedimiento administrativo especial de reclamación, sustanciado ante sus propios órganos (y con dos instancias), de previo y preceptivo seguimiento para poder acudir a la vía contencioso-administrativa; primero, por la Ley de Bases de 31 de diciembre de 1881, para cuya ejecución se dictó en esa misma fecha el correspondiente Reglamento sobre el procedimiento de las reclamaciones económico-administrativas; luego por la de 24 de junio de 1885, acompañada también de su propio reglamento; y más tarde por la Ley de 19 de octubre de 1889, acompañada del Reglamento para el procedimiento de las reclamaciones económico-administrativas de 15 de abril de 1890 (ya bajo la vigencia de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 13 de septiembre de 1888, para cuya ejecución se dictó el Reglamento general comprensivo del procedimiento a que deberá ajustarse la sustanciación de los asuntos de lo contencioso-administrativo por Decreto de 29 de diciembre de 1890).

Procedimiento con el que, de un lado, se venían a diferenciar formalmente, más en el plano funcional que orgánico, la actuación puramente gestora o recaudatoria de la reconsideración o revisión de esa misma actuación, hallándose ambas confiadas a las autoridades provinciales (los delegados de hacienda y las juntas arbitrales de aduanas o administrativas) y direcciones del Ministerio de Hacienda y, por alzada, también a estas o al Ministro (como lo aclara la Real Orden de 11 de abril de 1890); de otro, a diferir en el tiempo el contencioso-administrativo y los efectos de un resultado eventualmente adverso (sin que la reclamación económico-administrativa, ni el recurso contencioso-administrativo, impidieran cobrar la deuda, por imperar entonces el principio solve et repete); y, por último, a reforzar la ejecutoriedad del acto administrativo (su presunción de legalidad y validez, por el valor mismo de la revisión, de la doble instancia, de la que había sido objeto) ante el propio contencioso-administrativo, tratando así probablemente de salvaguardar la actuación recaudatoria ante los órganos responsables de este control habida cuenta de la falta de especialización de sus miembros.

Sirva lo expuesto para dejar claro que la vía económico-administrativa no fue nunca, ni se pretendió que fuera, un cauce de impugnación o control de legalidad alternativo o paralelo, equivalente, al del contencioso-administrativo, sino previo a este. Era un cauce, como el de alzada, para agotar la vía gubernativa, por más que la regulación de sus procedimientos y, más tarde, de su propia organización (y la denominación de sus órganos) encontrara inspiración (como, en general, la de los procedimientos administrativos de la época) en la legislación procesal. Y por ello mismo quedó sustraída del debate político acerca de la organización y ubicación constitucional del control contencioso-administrativo a que se ha hecho antes referencia.

Una neta identificación e integración en la organización administrativa, por el departamento de Hacienda, que, sin embargo, no permite desconocer ni negar el progresivo distanciamiento y separación de la función revisora −encomendada a órganos perfectamente diferenciados desde la creación de los tribunales económico-administrativos provinciales y de un Tribunal Económico-Administrativo Central por Real Decreto de 16 de junio de 1924− ni impide reconocer el valor técnico y objetividad, sustentando en su propia especialización, que ha adquirido con el paso del tiempo, hasta llegar a nuestros días, como cauce e instancia administrativa de tutela tanto del interés público (de los derechos de la Hacienda Pública), como de los intereses privados (esto es, de los derechos o intereses legítimos de los destinatarios de la actuación administrativa).

Y por la utilidad de esta revisión separada y especializada, por el valor de esta tutela administrativa, que constituye una exigencia de la legislación tributaria común, las Comunidades Autónomas crearon y regularon sus propios órganos económico-administrativos (con denominaciones diferentes) para la revisión de las actuaciones de aplicación de sus tributos propios y de las sanciones derivadas de ellos. En el caso de los tributos estatales cedidos, en cambio, la revisión económico-administrativa −percibida como parte de la propia actividad supervisora y controladora de competencia estatal− se mantuvo bajo la competencia de los órganos económico-administrativos del Estado en las sucesivas leyes reguladoras de la financiación autonómica hasta que la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, dispuso que las Comunidades Autónomas (de régimen común) pudieran asumir la competencia para la revisión de los actos dictados por ella en relación con dichos tributos (artículo 59.1), con dos nuevos escenarios: (i) competencia autonómica para la resolución de las reclamaciones económico-administrativas en única instancia, en cuyo caso el órgano económico-administrativo autonómico debe tener también atribuido el conocimiento del recurso extraordinario de revisión, sin que la Comunidad pueda interponer recurso alguno, administrativo o judicial, contra su resolución; o bien (ii) competencia autonómica para la resolución de las reclamaciones económico-administrativas en única o primera instancia, pudiendo ser impugnada la resolución del órgano económico-administrativo autonómico en alzada ante el Tribunal Económico-Administrativo Central, al que correspondería conocer del recurso extraordinario de revisión. Una competencia formalmente asumida por todas las Comunidades Autónomas (de régimen común) en 2010, en virtud de las respectivas leyes que modificaron el régimen, alcance y condiciones de la cesión de tributos del Estado (y en algunos casos contemplada también en el propio estatuto de autonomía −caso de Andalucía o Extremadura, por ejemplo−), pero cuya asunción efectiva por la Administración autonómica quedó supeditada al traspaso de los servicios y funciones adscritos a dicha competencia, que una década más tarde sigue pendiente en la casi totalidad de los casos.

En el caso de los tributos locales la revisión en vía económico-administrativa de la aplicación de los tributos locales la tenían encomendada los tribunales económico-administrativos provinciales. Pero la LRBRL eliminó este cauce de impugnación por considerarlo incompatible con el principio de autonomía local y para agotar la vía administrativa se hizo necesario interponer el recurso de reposición contra los actos sobre aplicación y efectividad de los tributos locales previsto en el artículo 14 de la Ley 39/1988, de 28 de diciembre, reguladora de las Haciendas locales. Pero un par de décadas después se reintrodujo esta clase de revisión en el ámbito local, pues, como se ha dicho, la LMMGL modificó en 2003 la LRBRL (artículo 137), exigiendo que en los municipios de gran población existiera un órgano especializado en el conocimiento y resolución de las reclamaciones sobre actos de gestión, liquidación, recaudación e inspección de tributos e ingresos de derecho público, de competencia municipal; órgano cuya resolución pone fin a la vía administrativa y puede ser impugnada ante la Jurisdicción de lo contencioso-administrativo. Términos en los que el artículo 25 de la LCREM, vino a disponer la existencia del Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid, como se ha explicado más atrás, abriendo una vía nueva y gratuita para el ejercicio del derecho de defensa en relación con los tributos y otros ingresos municipales de derecho público, pues previamente solo cabía interponer recurso de reposición, ante el mismo órgano del que procediera la actuación cuestionada, previo al recurso contencioso-administrativo.

Por la progresiva extensión de la revisión económico-administrativa de la que acabo de dar cuenta, tanto en el plano funcional como en el orgánico, y por la objetividad y valor técnico que ha reportado la paulatina separación y especialización de los órganos que la integran −cuya labor se ve empañada, sin embargo, por la congestión que padecen y la excesiva dilación de los procedimientos−, acompasada con la creciente complejidad del ordenamiento tributario, se ha hecho evidente la necesidad de fortalecer su independencia, tanto en lo que se refiere a la dotación de medios humanos y materiales que precisan, como a la aludida separación, para que, además de funcional, sea efectivamente orgánica. Y en este último orden de ideas se ha propuesto incluso que, abandonando su concepción originaria −un cauce especial para el agotamiento de la vía administrativa previa a la judicial− puedan ser ahora el germen de un nuevo orden jurisdiccional o conformar una organización sui generis, difusa, a medio camino entre la organización administrativa y la judicial (una pieza del sistema de justicia administrativa, sin llegar a serlo de la organización judicial). Asunto sobre el que seguidamente me detendré.

4.2 Reflexiones en torno a la oportunidad de un nuevo orden jurisdiccional de lo económico-administrativo

A la hora de analizar la oportunidad o conveniencia de crear una jurisdicción de lo económico-administrativo −una jurisdicción fiscal− parece oportuno preguntarse si su justificación viene respaldada por las singularidades de los litigios fiscales, expresión esta última en la que parece deberían comprenderse tanto las controversias derivadas de las actuaciones de aplicación (de gestión y comprobación, inspectoras y sancionadoras) y  recaudación de los tributos, como las derivadas de la recaudación de otros ingresos de Derecho público no tributarios (habida cuenta de que son también las normas del procedimiento tributario de recaudación las que rigen el procedimiento de recaudación de estos otros ingresos o deudas aun teniendo una naturaleza sustancialmente diferente).

Y parando mientes en las singularidades del litigio fiscal hay que recalar, obviamente, en la propia especialidad y peculiaridad de la relación jurídico-tributaria.

Especialidad por su complejidad subjetiva, con múltiples obligados tributarios; por la existencia de relaciones jurídicas sustancialmente tributarias –o sea, públicas– que, sin embargo, se sostienen sólo entre particulares, de modo que la Administración tributaria permanece, en principio, separada o ajena a ellas (caso de la sustitución tributaria); por las diferencias que se advierten en lo que respecta a la legitimación de los sujetos involucrados en la relación jurídico tributaria cuando se trata de impugnar las actuaciones de la Administración tributaria dirigidas sólo a alguno de ellos; por la dinámica de la propia relación tributaria que puede modificarse en el curso de las actuaciones de gestión o recaudación del tributo; por el protagonismo que adquieren los particulares como agentes o colabores necesarios de la actuación administrativa (autoliquidación, repercusión, retención…); o por la coyunturalidad o contingencia de la propia normativa tributaria, la debilidad de sus categorías dogmáticas y su complejidad, conectada a la propia de complejidad de los procesos económicos que ponen en evidencia la capacidad económica que se quiere gravar o a la dificultad para precisarla o medirla, entre otras razones.

Por esta especialidad del ramo de Hacienda se sustantivó la reclamación económico-administrativa. Y por ella se evidencia la necesidad de una especialización del juez de lo económico-administrativo (de lo “contencioso-fiscal”, si se prefiere). Pero no parece que la mera institucionalización orgánica y procesal de un nuevo orden jurisdiccional garantice esa especialización.

La creación de un nuevo orden contencioso-fiscal con el tiempo puede promover, como es lógico, la especialización de los órganos judiciales propios del mismo. Pero la experiencia nos demuestra que tampoco la garantiza, como creo que lo evidencia –y lo digo con sincero espíritu constructivo– la situación en el actual orden contencioso-administrativo, pues los jueces y magistrados que acceden a la carrera judicial reciben una limitada formación (son pocos los temas de Derecho Administrativo, menos aún los de Derecho Tributario, que se estudian en las oposiciones), la especialización efectiva llega solo a las instancias más altas de la organización judicial y se extiende muy irregularmente por el resto de los órganos judiciales (muchos de cuyos titulares la adquieren sobre que el terreno, esto es, mediante el ejercicio del cargo y no antes de llegar a él, aunque algunos también preparan y superan un procedimiento interno de especialización dentro de la carrera y se hace muy evidente en sus sentencias cuando cuentan con esta formación). Y si la efectiva especialización de los magistrados titulares de los juzgados y algunas salas regionales del orden contencioso-administrativo sigue siendo una asignatura pendiente, después de tantos años, tengo mis dudas de que con la sola creación de un orden contencioso-fiscal pueda lograrse dicha especialización. Me parece que ese objetivo, antes que medidas procesales, funcionales y de planta judicial,  requiere de otro tipo de medidas relacionadas con la formación, como he avanzado; con los sistemas de oposición y acceso a dicho orden; con la posibilidad de recibir asesoramiento técnico-jurídico en el ejercicio del cargo judicial (sin que por ello deba verse comprometida en modo alguno la independencia del Juzgador); con la existencia de una carga de trabajo razonable que, por excesiva, no prive al juzgador del tiempo necesario para conservar y mejorar su formación; e incluso con la existencias de cauces o vínculos de relación o intercambio de conocimiento entre los órganos judiciales y los órganos administrativos especializados –en este caso, los órganos económico-administrativos– que revisan la actuación tributaria y recaudatoria de las Administraciones públicas.

Por otra parte, otra de las singularidades del litigio fiscal, hoy por hoy, es la propia existencia de la vía económico-administrativa.

Una vía de revisión y control de la actuación tributaria y recaudatoria que descansa en órganos que sí tienen la especialización requerida y que, si se garantiza normativa, orgánica y funcionalmente su independencia de criterio, pueden resolver los litigios con un nivel de garantía que es cuasi jurisdiccional.

No debe perderse de vista, en este sentido, que los órganos económico-administrativos, bajo la premisa de independencia que he indicado, aunque no formen parte del Poder Judicial, sí pueden ya considerarse parte del sistema de Justicia –del sistema de resolución de conflictos en un sentido amplio, como lo son los organismos arbitrales en otros ámbitos–.

A este respecto es oportuno recordar que en la sentencia de 21 de marzo de 2000, Gabalfrisa, S.L. y otros c. Agencia Estatal de Administración Tributaria (C-110/98 a C-147/98, [EU:C:2000:145]) el Tribunal de Justicia de la Unión Europea concluyó que, desde la perspectiva comunitaria, los tribunales económico-administrativos del Estado –pero lo mismo podría decirse de los municipales– tenían naturaleza jurisdiccional a los efectos de plantear cuestiones prejudiciales si concurrían los demás requisitos para hacerlo. Algo que, por lo demás, ya tenía reconocido el propio Tribunal Económico-Administrativo Central (RRTEAC 29 de mayo de 1990, 23 de junio de 1994), toda vez que, según la doctrina del propio Tribunal de Justicia, un órgano de resolución de conflictos puede ser considerado jurisdiccional cuando reúne cuatro requisitos esenciales: origen legal, estabilidad o permanencia, jurisdicción obligatoria y decisión en Derecho.

Así, aunque los órganos económico-administrativos no son órganos judiciales, obviamente, porque están integrados en las Administraciones cuya actuación revisan y no en el Poder Judicial, actúan como aquéllos (y por esos sus resoluciones son mayoritariamente confirmadas por los órganos judiciales –en el caso del TEAMM, casi ocho de cada diez resoluciones superan el contencioso-administrativo–), sin subordinación ni dependencia funcional jerárquica de los órganos administrativos cuyas resoluciones revisan y anulan, por cierto, en un porcentaje muy significativo de casos (se acerca al 40 por ciento), sin coste alguno para el reclamante (aunque a veces sí con costas, por mala fe o temeridad en el planteamiento de la reclamación) y sin necesidad de actuar con procurador o abogado. Y con la ventaja que la vía económico-administrativa ofrece al órgano judicial: de un lado, porque disminuye la carga de trabajo de los órganos judiciales; y, de otro lado, porque aclara y delimita el objeto de la controversia, facilitando la resolución judicial del pleito.

De ahí que, de plantearse la creación de una jurisdicción fiscal, los órganos económico-administrativos podrían muy bien ser –siempre bajo la aludida premisa de independencia– su primer escalón o nivel, potenciados con normas que refuercen esa separación o independencia funcional y más medios.

Dicho lo cual, por lo que hace a la aludida separación o independencia, es obligado mencionar, sin embargo, que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, en su sentencia de 21 de enero de 2020, Banco de Santander (C-274/14, EU:C:2020:17), ha entendido que el TEAC y, por extensión los órganos económico-administrativos del Estado, tal y como están actualmente regulados, carecen de la independencia necesaria para ser considerados órganos jurisdiccionales nacionales, con capacidad para remitir una cuestión prejudicial de acuerdo con el artículo 267 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (premisa por la que en la última reforma de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria, en el artículo 237.3 −en las condiciones actuales ya inaplicable− se reconoció a los órganos económico-administrativos legitimación para para promover cuestiones prejudiciales ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea). Decisión en la que parece haber pesado esencialmente sólo la observación de la falta de estabilidad o permanencia en sus órganos de los funcionarios que los integran, pues se cumplen las demás condiciones exigidas (origen legal, jurisdicción obligatoria y decisión en Derecho).

Una tercera peculiaridad de los litigios fiscales es que hay un número significativo de ellos que puede resolverse en sede administrativa, sin necesidad de intervención judicial, pero la propia legislación tributaria lo dificulta o impide. Parece paradójico, por contradictorio, que la propia legislación que por un lado empodera la actuación recaudatoria de la Administración tenga por otro lado normas que revelan cierta desconfianza hacia el recaudador, similar desconfianza a la que se adivina en la legislación presupuestaria o contable respecto del órgano que compromete o efectúa el gasto.

En el ordenamiento local, esto pasa mucho en los tributos de gestión compartida donde la revisión o actualización de los datos censales puede poner en evidencia la ilegalidad sobrevenida de una liquidación que ya ha sido revisada y confirmada en vía económico-administrativa o que devino firme a pesar de ser controvertida la situación censal de la que derivaba. O en situaciones en las que es necesario entablar un pleito de otro orden –civil, penal o contencioso-administrativo, por ejemplo– para acreditar la falta de realización del hecho imponible. O, en fin, cuando pronunciamientos jurisdiccionales ponen en evidencia que se estaba interpretando indebidamente una norma o la ilegalidad o inconstitucionalidad de esta (ahí está el más reciente del Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana). Para casos como estos el ordenamiento tributario contempla un procedimiento de revocación que, sin embargo, no se usa lo suficiente. Y no se usa, creo, no por falta de voluntad real (no siempre es el supuesto afán recaudatorio el que impide tomar la decisión), sino por la inseguridad jurídica que siente el titular del órgano responsable de revocar la actuación, por el temor a la valoración social que pueda hacerse de éste (que se piense que actúa arbitrariamente y no en Derecho o que ponga en evidencia errores que ha cometido) o las reticencias de la intervención que debe autorizar la devolución u otros factores internos que podrían evaluarse. Es lo mismo que sucede con el allanamiento procesal de la Administración, que podría finiquitar el litigio, pero que está rodeado de tantas cautelas legales –aflora de nuevo la desconfianza– que raramente se acuerda, aunque en la práctica los Letrados que tienen que defender lo que ya ha devenido indefendible se limitan a pedir una “sentencia ajustada a Derecho”, dejando así entrever al órgano judicial que son conscientes de la insostenibilidad del acto administrativo.

Una reordenación del allanamiento o del procedimiento de revocación –trasladándolo, por ejemplo, al ámbito competencial propio de los órganos económico-administrativos– podría quizás reducir este nicho de litigiosidad evitable. También podría evitar pleitos, ciertamente, la vía de reposición, pero haría falta una nueva cultura administrativa, porque hasta la fecha la experiencia nos demuestra que pedirle al mismo órgano administrativo responsable de una actuación que la revise –esto es, que reconsidere su posición o juicio o que reconozca su error– no suele tener resultados positivos, probablemente  porque falta la necesaria separación o distancia de juicio que sí poseen, en cambio, los órganos económico-administrativos.

Hay algunos cambios normativos que deberían hacerse también en lo que respecta al régimen de las notificaciones y el recurso a la notificación edictal o por comparecencia, en conexión con la regulación del domicilio o lugar de notificación en el que tantas veces resulta infructuosa la práctica de la notificación. Son muchos los pleitos que se plantean por este tipo de cuestiones formales y que podrían evitarse.

No hay que olvidar, por otro lado, el valor preventivo que tiene la propia vía económico-administrativa, ya que, hallándose integrados sus órganos en la propia Administración, cumple una función propedéutica sobre ésta, basada en orientaciones, recomendaciones y sugerencias –como las que pueden formular los órganos de defensa de los contribuyentes– que pueden contribuir a mejorar la legalidad de la actuación administrativa –incluso la oportunidad, en el caso de los citados órganos de defensa– y evitar litigios. Finalidad preventiva para la que podría también explorarse la posibilidad de que los órganos económico-administrativos pudieran plantear a los órganos judiciales superiores cuestiones sobre la interpretación o la legalidad de las disposiciones que tienen que aplicar al resolver las reclamaciones cuando resulte indispensable hacerlo para dar respuesta congruente al reclamante.

En definitiva, para valorar la oportunidad o conveniencia de crear una jurisdicción fiscal y para dimensionarla debería partirse de ese enfoque preventivo y hacer una estimación del número de litigios que podrían evitarse con medidas como las indicadas u otras (se han propuesto también cauces administrativos alternativos de resolución de conflictos –convencionales, de arbitraje, de mediación– previstos en la legislación administrativa general, o la posibilidad de articular cauces específicos con las entidades colaboradoras o los asesores fiscales, aunque su interés parece un tanto postergado por la propia existencia de la vía económico-administrativa en este específico ámbito).

En todo caso, llegados a este punto también parece oportuno advertir que el número de litigios fiscales es relativamente bajo –muy bajo– si se compara con el número ingente de actuaciones administrativas tributarias y recaudatorias que se llevan a cabo sin oposición o impugnación alguna (en el caso del Ayuntamiento de Madrid, que son las que revisa el TEAMM, no llegan al 1 por ciento). Otra cosa es que este número de litigios, aun siendo insignificante en términos relativos, pueda tener una importante significación o relevancia económica para quienes están inmersos en ellos, sea la Administración o los particulares. Y esto me lleva al siguiente punto de reflexión.

Cuando se trata de litigios fiscales, por la masividad de la actuación tributaria, la cuantía del litigio –a la que se subordina el acceso a los recursos y un control judicial más cualificado– frecuentemente no expresa ni delata su relevancia económica y esta realidad no tiene adecuado reflejo en las normas procesales o reaccionales. El litigio de alcance, el de elevada cuantía que plantea el gran contribuyente, tiene abierto el acceso a ese control más cualificado, sea que interese al propio contribuyente sea que interese a la Administración. Para el litigio bagatela, en cambio, ese acceso al control judicial más cualificado se cierra a pesar de que, por la natural replicación o multiplicación de los actos tributarios de baja cuantía, por su masividad, puede tener una importante significación o alcance económicos para la Administración, o sea, para el interés público. Si se resolviera crear una jurisdicción fiscal debería tenerse en cuenta esto a la hora de regular el acceso a la misma en sus diferentes instancias o vías de recurso.

Y una última y obligada reflexión es la relativa a la importancia del tiempo en el litigio fiscal. El tiempo es siempre muy relevante en las relaciones jurídicas pero en las relaciones tributarias adquiere un protagonismo especial por la periodicidad natural que tienen muchos tributos, concebidos para procurar el sostenimiento regular y continuado de los gastos públicos. Y, como dejé apuntado antes, no hay que descartar que entre los objetivos que llevaron a implantar en el siglo XIX la reclamación económico-administrativa como vía gubernativa previa el contencioso estuviera el de diferir en el tiempo la resolución del conflicto. Un sambenito que todavía cuelga de los órganos económico-administrativos que, además, tienen graves dificultades para conseguir dictar resolución en plazo.

Si, como decía antes, el número de litigios fiscales, en términos relativos, puede considerarse insignificante, la duración del litigio no lo es en absoluto en términos económicos (incluso para la Administración sobre la que, en vía administrativa y económico-administrativa, pende el riesgo de prescripción –cuatro años, en el caso de los tributos–). La tardanza en la resolución del conflicto, que es siempre indeseable para la legalidad y la seguridad jurídica, se hace particularmente perniciosa en el litigio fiscal por la proyección que tiene sobre los procesos económicos de los particulares y de la propia Administración. Dichos procesos ordinariamente soportan ya numerosas cargas administrativas en cuya reducción –que requiere medidas normativas y organizativas de calado– se ha venido trabajando en las dos últimas décadas. Si a ello se suman los negativos efectos de un procedimiento administrativo lento o de una resolución igualmente lenta de los litigios en sede económico-administrativa o judicial, el coste económico, en términos de productividad, puede resultar insoportable para los particulares y empresas con el consecuente detrimento económico general.

Desconozco si existen datos sobre el inmovilizado yacente bajo los litigios fiscales; no sé si se ha medido la repercusión que tiene la duración de dichos litigios en términos de producto interior bruto y de pérdida de competitividad –siendo siempre muy importante el análisis económico del Derecho en el que tan poco nos prodigamos–, pero es una información que debería tenerse presente al valorar la conveniencia de crear una jurisdicción fiscal y de dimensionarla, para poder establecer también la relación coste-beneficio de esa decisión y de la situación actual o las alternativas existentes.

Piénsese, por ejemplo, en cómo se proyecta la discusión sobre el derecho a deducir un gasto realizado en un ejercicio durante los ejercicios siguientes, dejando en la incertidumbre tanto la situación fiscal del año en que se realizó el gasto como la de los sucesivos. O en la inseguridad asociada a la impugnación de una disposición de carácter general –normalmente acompañada de la de sus actos de aplicación para que no devengan firmes–, que recarga el sistema de justicia y puede comprometer la recaudación de los ejercicios en que se aplica si finalmente se anula. O en la devolución de importes con intereses, que es tanto más gravosa para el interés público cuanto más tardía.

Así que estamos ante litigios que requieren una solución rápida y, por lo tanto, medios y cualificaciones específicos por razones no solo jurídicas, sino también económicas. La necesidad de evitar la dilación excesiva del litigio fiscal también demanda, pues, capacitación o especialización, medios y conocimiento (a nadie se oculta ya, pues, lo imprescindible que es la formación técnica del funcionario recaudador y del juez, pero también la del letrado o asesor que asiste al particular –no siendo infrecuente la oscuridad, la confusión y el error en el planteamiento de la acción–), para su conocimiento y resolución.

En suma. Las peculiaridades del litigio fiscal pueden justificar la formación de un nuevo orden jurisdiccional, con su correspondiente aparato orgánico y procesal. Y si políticamente se estima conveniente hacerlo debería hacerse partiendo de lo que ya existe, o sea, de la propia vía económico-administrativa y de sus órganos, que tienen ya la especialización necesaria y cuya separación o independencia podría reforzarse, para acentuar su función materialmente jurisdiccional, aun manteniendo su tradicional naturaleza o carácter gubernativo, esto es, de instancia previa a la vía judicial.

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